Cuando apenas era un adolescente, y vivía en la isla de Gran Canaria, tenía por costumbre, a mi salida de clases del Politécnico Virgen del Pino, sentarme de cara al mar, durante cada atardecer, en un rinconcito de la Playa de las Canteras, allí, en ese maravilloso y siempre recordado barrio de La Isleta de mis años de ayer, teniendo como único propósito el darle rienda suelta a mi imaginación; pudiendo de esta forma, al no tener impedimento alguno, viajar más allá del horizonte sin haberme movido ni un milímetro del sitio elegido para ello.
A veces, cuando el tiempo lo permitía y la isla de Tenerife era completamente visible desde el referido lugar para hacerme sentir más que cercano a un amado Teide que se mostraba en la distancia con todo esplendor y majestuosidad, me llenaba de ánimos nuevos, y me lanzaba a la aventura de darme una vuelta por esos lugares de Dios que se me antojaban en el momento, incluyendo por supuesto, aquellos que no conocía, y que aún, a la fecha de hoy, no he tenido la posibilidad de visitar en carne mortal..
No dejo de reconocer que, para la época, incluyendo el mío, eran muchas las penurias y necesidades por las cuales atravesaban cientos y cientos de hogares en canarios; pero también es verdad, aunque haya alguien que salga a decir lo contrario, que uno era feliz con cualquier cosa, siempre y cuando, ésta, por su naturaleza y origen, sirviera para comer, vestirse y calzarse. Lo demás, es de justicia señalarlo, siendo algo más que un lujo innecesario, no servía para otra cosa que no fuera para marcar diferencias entre las personas.
Cierto es que vivíamos bajo un régimen de carácter dictatorial, pero ello no era impedimento alguno para que un chaval como yo ejerciera con total libertad el oficio de soñador en la especialidad de empedernido.
Por faltarme, me faltaba de todo; y a veces, por no tener mis mayores con qué, tenía que conformarme con ver el menú del día, dar mi aprobación a lo que fuera, y aceptar de buen agrado la pequeña pelota de gofio amasado con agua, la solitaria papita arrugada como algo excepcional, una pisquita de mojo de cilantro para darle un toque de sabor a lo nuestro, y un chicharito frito con síntomas evidentes de desnutrición que le quitaba al hambre las ganas de comer; para luego, finalmente, sin más mesa que no fueran mis enclenques rodillas, sin más plato que no fueran mis dos manos, y sin más cubiertos que no fueran mis propios dedos, hincarle el diente a todo ello, sin otra ilusión que no fuera la de alimentar la necesidad de un estómago que no entendía ni de republicanos ni de franquistas, sino de hambre y olvido.
¿Tiempos malos? Pues sí, y ninguno de los que pasamos por ellos decimos lo contrario; ahora bien, de toda esta experiencia vivida en carne propia, sólo podemos hablar, quienes, entre el empecinamiento de unos, y las estupideces de otros, logramos sobrevivir, durante años, a una miseria que nos enseñó a ser como somos: Racionalistas y objetivistas, pero sin nunca dejar de ser soñadores a tiempo completo. Poniendo de manifiesto que, aún pareciendo todo ello una contradicción, éramos felices, inmensamente felices, con lo escaso que teníamos a nuestro alcance, pues existía una cosa que hemos perdido en nuestras horas de hoy: la solidaridad mostrada por muchos ante las penurias de otros.
Entre los tantos recuerdos mantenidos a flor de piel durante el transcurrir de mi vida, están aquellas ocurrencias mías de las que siempre hago mención cuando algún que otro enterado, sea hombre o mujer, pone en duda la autenticidad de mi canariedad. De todas ellas, hay una en especial que me hace sentir, tanto en lo corporal como en lo espiritual, que los años, a pesar de ser muchos, no han pasado por mí; y que, en cierta forma, sigo siendo el mismo loco de Dios de aquellos días lejanos en el tiempo, pero más que presentes en este segmento de existencia vivido con total intensidad, aún cuando reconozco que las condiciones me son algo adversas por el empecinamiento de cuatro bobos de a perra chica afectados por el enfermizo síndrome del feudalismo. Y todo ello, por mirar al mar con ojos de ayer...
Al sol de hoy no hay nadie que pueda desmentir de forma pública que mirando al mar era más que feliz por sentirme libre; y es que nunca, aún siendo muchas las horas dedicadas a ello, llegaba al cansancio.
Allí, en el mismo lugar de todos los días, incluyendo igualmente sábados, domingos, fiestas de guardar, y hasta los períodos tenidos de vacaciones, le plantaba cara a cada una de las estaciones y sus variantes climatológicas, hasta que un día de frio invierno, sentado por los alrededores de La Puntilla, se me metió en la cabeza robarme el velero de un navegante solitario que solía fondearlo por fuera de las inmediaciones de La Barra durante los meses invernales de cada año; para luego, con los escasos conocimientos de navegación aprendidos de mis mayores, hacerme a mar abierto teniendo como destino Venezuela. A decir verdad: ir a otro sitio no se me antojaba; pues seguir, pasar a otras latitudes, no estaba en mis planes de viajero aventurero.
Vuelvo a señalar una vez más, que sólo me importaba Venezuela; quedando más que demostrado de manera enfática, de que por otro destino diferente no estaba en la disposición de arriesgármelo todo, quedando incluido en ello no solamente la posibilidad de perder mi libertad, sino que igualmente mi vida; pero por Venezuela, por la Venezuela de la que muchos hablaban a su regreso a Canarias, sí que lo estaba.
Durante días, que luego pasaron a ser semanas; y semanas, que por su duración pasaron a convertirse en meses, estuve, durante la temporada invernal correspondiente al año de 1.968, montándole guardia a la mencionada embarcación que, por esas casualidades de la vida, tenía por nombre el de “Señor de los Mares del Sur; pero no tuve suerte alguna, pues nunca volvió a hacer su aparición para fondear donde siempre lo tenía por costumbre; terrible decepción ésta, que transformó mi excéntrica locura de aquella hora, en una anécdota de las tantas tenidas por aquellos días de aventuras imaginadas e imaginarias.
Un año después, a bordo de la vieja turbo nave “Begoña”, perteneciente ésta a la Compañía Trasatlántica, me embarcaba más solo que la una, pero siempre con mi maleta repleta de sueños, como igualmente tenía pensado hacerlo en su día en aquel hermoso velero, para vivir, esta vez sí, mi gran aventura de cruzar el Atlántico y atar amarras en el Puerto de La Guaira; allí, en la costa central de la Venezuela de mis sueños e ilusiones, y ahora también de mis muchos recuerdos.
Por aquel entonces estaba próximo a cumplir los dieciséis años de edad y, curiosamente, el almanaque marcaba como fecha el 13 de noviembre de 1.969, como un anuncio de que, por esa misma fecha, pero con el pasar de los años, retornaría a mi Patria Canaria.
Hoy, casi treinta y nueve años después, al volver con el pensamiento a aquellas ocurrencias mías del ayer, acuden a mi mente las palabras escritas por el célebre poeta andaluz Antonio Machado, y que forman parte de su obra Proverbios y Cantares:
Debo confesar que yo, a decir verdad, habiendo vivido lo vivido, y ya desde mi experiencia particular, no he hecho otra cosa en el transcurrir de mis días, que no sea pelear con Dios en mis sueños por eso de siempre querer salirme con la mía; y, estando despierto, por eso de ser como soy, al cruzar una y varias oportunidades el Océano Atlántico desde Canarias a América, al navegar entre nuestras siete islas, y al hacerlo también entre Canarias y África; y entre África y Canarias, he saboreado lo que es plantarle cara al mar y ganarle una batalla tras otra.
Pues si señor, y aquí no hay peros que valgan, en Venezuela, por aquellos años, era la cosa; y claro que lo era, pero no en la forma que yo pensaba y quería, y tampoco como me lo había planteado durante mis muchos sueños tenidos de cara al mar...
Yo quería por aquel entonces llegar y comerme el mundo de un solo mordisco; pero no fue no así; hacían falta para ello miles de miles de mordisco, y, ni aún así, nada ni nadie me daban garantías de fuera a lograr mi objetivo.
Los comienzos fueron duros, y aquellas intenciones tenidas de concluir mis estudios de bachillerato para luego pasar al Instituto Pedagógico de Caracas y graduarme de Profesor en Literatura, terminaron en una beca trabajo–estudio que me llevó a graduarme como Técnico Medio en Mantenimiento Industrial, y, más adelante, como Ingeniero Mecánico. Recuerdo bien que trabajaba desde las siete de la mañana a las tres de la tarde; y que estudiaba desde la seis de la tarde a las once y media de la noche, pero siempre de lunes a viernes, y quedándome los sábados y domingos para preparar materia, presentar exámenes, y nunca descansar.
Con el pasar de los años, no habiendo logrado ser lo que tanto había soñado ser, casado ya con una mujer de aquella tierra de bendición, y con tres hijos, dos de ellos con carreras universitarias, y un tercero, el menor de todos a medio camino de la primaria, me vi nuevamente sentado frente al mar, con mi vista perdida mucho más allá de la imaginaria línea del horizonte. Y era que, a mis años, volvía a soñar con buscarle pelea a Dios y plantarle cara a un mar, que, como frontera, me separaba de mi Patria Canaria.
Tiempo después, aquella otra aventura tenida por imaginaria, pasó a hacerse realidad. Una vez más cruce tan ancho y dilatado mar, pero ya no solo, sino con esposa e hijos, y no en barco como bien lo hiciera con anterioridad, sino a bordo de un DC-10 de Iberia. Curiosamente, y porque ello estaba en los planes de Dios, lo hice el 13 de noviembre del año 2.000, llevando como equipaje personal la ilusión de encontrar lo que nunca había tenido en aquella otra tierra de mis sueños: algo de paz, y un poco de descanso.
Hoy, cuando estoy cercano a ponerle punto y final a este breve relato con el que quiero dar por inaugurado un nuevo apartado de mi blog, al que desde ya bautizo con el nombre de:
A veces, cuando el tiempo lo permitía y la isla de Tenerife era completamente visible desde el referido lugar para hacerme sentir más que cercano a un amado Teide que se mostraba en la distancia con todo esplendor y majestuosidad, me llenaba de ánimos nuevos, y me lanzaba a la aventura de darme una vuelta por esos lugares de Dios que se me antojaban en el momento, incluyendo por supuesto, aquellos que no conocía, y que aún, a la fecha de hoy, no he tenido la posibilidad de visitar en carne mortal..
No dejo de reconocer que, para la época, incluyendo el mío, eran muchas las penurias y necesidades por las cuales atravesaban cientos y cientos de hogares en canarios; pero también es verdad, aunque haya alguien que salga a decir lo contrario, que uno era feliz con cualquier cosa, siempre y cuando, ésta, por su naturaleza y origen, sirviera para comer, vestirse y calzarse. Lo demás, es de justicia señalarlo, siendo algo más que un lujo innecesario, no servía para otra cosa que no fuera para marcar diferencias entre las personas.
Cierto es que vivíamos bajo un régimen de carácter dictatorial, pero ello no era impedimento alguno para que un chaval como yo ejerciera con total libertad el oficio de soñador en la especialidad de empedernido.
Por faltarme, me faltaba de todo; y a veces, por no tener mis mayores con qué, tenía que conformarme con ver el menú del día, dar mi aprobación a lo que fuera, y aceptar de buen agrado la pequeña pelota de gofio amasado con agua, la solitaria papita arrugada como algo excepcional, una pisquita de mojo de cilantro para darle un toque de sabor a lo nuestro, y un chicharito frito con síntomas evidentes de desnutrición que le quitaba al hambre las ganas de comer; para luego, finalmente, sin más mesa que no fueran mis enclenques rodillas, sin más plato que no fueran mis dos manos, y sin más cubiertos que no fueran mis propios dedos, hincarle el diente a todo ello, sin otra ilusión que no fuera la de alimentar la necesidad de un estómago que no entendía ni de republicanos ni de franquistas, sino de hambre y olvido.
¿Tiempos malos? Pues sí, y ninguno de los que pasamos por ellos decimos lo contrario; ahora bien, de toda esta experiencia vivida en carne propia, sólo podemos hablar, quienes, entre el empecinamiento de unos, y las estupideces de otros, logramos sobrevivir, durante años, a una miseria que nos enseñó a ser como somos: Racionalistas y objetivistas, pero sin nunca dejar de ser soñadores a tiempo completo. Poniendo de manifiesto que, aún pareciendo todo ello una contradicción, éramos felices, inmensamente felices, con lo escaso que teníamos a nuestro alcance, pues existía una cosa que hemos perdido en nuestras horas de hoy: la solidaridad mostrada por muchos ante las penurias de otros.
Entre los tantos recuerdos mantenidos a flor de piel durante el transcurrir de mi vida, están aquellas ocurrencias mías de las que siempre hago mención cuando algún que otro enterado, sea hombre o mujer, pone en duda la autenticidad de mi canariedad. De todas ellas, hay una en especial que me hace sentir, tanto en lo corporal como en lo espiritual, que los años, a pesar de ser muchos, no han pasado por mí; y que, en cierta forma, sigo siendo el mismo loco de Dios de aquellos días lejanos en el tiempo, pero más que presentes en este segmento de existencia vivido con total intensidad, aún cuando reconozco que las condiciones me son algo adversas por el empecinamiento de cuatro bobos de a perra chica afectados por el enfermizo síndrome del feudalismo. Y todo ello, por mirar al mar con ojos de ayer...
Al sol de hoy no hay nadie que pueda desmentir de forma pública que mirando al mar era más que feliz por sentirme libre; y es que nunca, aún siendo muchas las horas dedicadas a ello, llegaba al cansancio.
Allí, en el mismo lugar de todos los días, incluyendo igualmente sábados, domingos, fiestas de guardar, y hasta los períodos tenidos de vacaciones, le plantaba cara a cada una de las estaciones y sus variantes climatológicas, hasta que un día de frio invierno, sentado por los alrededores de La Puntilla, se me metió en la cabeza robarme el velero de un navegante solitario que solía fondearlo por fuera de las inmediaciones de La Barra durante los meses invernales de cada año; para luego, con los escasos conocimientos de navegación aprendidos de mis mayores, hacerme a mar abierto teniendo como destino Venezuela. A decir verdad: ir a otro sitio no se me antojaba; pues seguir, pasar a otras latitudes, no estaba en mis planes de viajero aventurero.
Vuelvo a señalar una vez más, que sólo me importaba Venezuela; quedando más que demostrado de manera enfática, de que por otro destino diferente no estaba en la disposición de arriesgármelo todo, quedando incluido en ello no solamente la posibilidad de perder mi libertad, sino que igualmente mi vida; pero por Venezuela, por la Venezuela de la que muchos hablaban a su regreso a Canarias, sí que lo estaba.
Durante días, que luego pasaron a ser semanas; y semanas, que por su duración pasaron a convertirse en meses, estuve, durante la temporada invernal correspondiente al año de 1.968, montándole guardia a la mencionada embarcación que, por esas casualidades de la vida, tenía por nombre el de “Señor de los Mares del Sur; pero no tuve suerte alguna, pues nunca volvió a hacer su aparición para fondear donde siempre lo tenía por costumbre; terrible decepción ésta, que transformó mi excéntrica locura de aquella hora, en una anécdota de las tantas tenidas por aquellos días de aventuras imaginadas e imaginarias.
Un año después, a bordo de la vieja turbo nave “Begoña”, perteneciente ésta a la Compañía Trasatlántica, me embarcaba más solo que la una, pero siempre con mi maleta repleta de sueños, como igualmente tenía pensado hacerlo en su día en aquel hermoso velero, para vivir, esta vez sí, mi gran aventura de cruzar el Atlántico y atar amarras en el Puerto de La Guaira; allí, en la costa central de la Venezuela de mis sueños e ilusiones, y ahora también de mis muchos recuerdos.
Por aquel entonces estaba próximo a cumplir los dieciséis años de edad y, curiosamente, el almanaque marcaba como fecha el 13 de noviembre de 1.969, como un anuncio de que, por esa misma fecha, pero con el pasar de los años, retornaría a mi Patria Canaria.
Hoy, casi treinta y nueve años después, al volver con el pensamiento a aquellas ocurrencias mías del ayer, acuden a mi mente las palabras escritas por el célebre poeta andaluz Antonio Machado, y que forman parte de su obra Proverbios y Cantares:
“Todo hombre tiene dos
batallas que pelear:
en sueños lucha con Dios;
y despierto, con el mar.”
batallas que pelear:
en sueños lucha con Dios;
y despierto, con el mar.”
Debo confesar que yo, a decir verdad, habiendo vivido lo vivido, y ya desde mi experiencia particular, no he hecho otra cosa en el transcurrir de mis días, que no sea pelear con Dios en mis sueños por eso de siempre querer salirme con la mía; y, estando despierto, por eso de ser como soy, al cruzar una y varias oportunidades el Océano Atlántico desde Canarias a América, al navegar entre nuestras siete islas, y al hacerlo también entre Canarias y África; y entre África y Canarias, he saboreado lo que es plantarle cara al mar y ganarle una batalla tras otra.
Pues si señor, y aquí no hay peros que valgan, en Venezuela, por aquellos años, era la cosa; y claro que lo era, pero no en la forma que yo pensaba y quería, y tampoco como me lo había planteado durante mis muchos sueños tenidos de cara al mar...
Yo quería por aquel entonces llegar y comerme el mundo de un solo mordisco; pero no fue no así; hacían falta para ello miles de miles de mordisco, y, ni aún así, nada ni nadie me daban garantías de fuera a lograr mi objetivo.
Los comienzos fueron duros, y aquellas intenciones tenidas de concluir mis estudios de bachillerato para luego pasar al Instituto Pedagógico de Caracas y graduarme de Profesor en Literatura, terminaron en una beca trabajo–estudio que me llevó a graduarme como Técnico Medio en Mantenimiento Industrial, y, más adelante, como Ingeniero Mecánico. Recuerdo bien que trabajaba desde las siete de la mañana a las tres de la tarde; y que estudiaba desde la seis de la tarde a las once y media de la noche, pero siempre de lunes a viernes, y quedándome los sábados y domingos para preparar materia, presentar exámenes, y nunca descansar.
Con el pasar de los años, no habiendo logrado ser lo que tanto había soñado ser, casado ya con una mujer de aquella tierra de bendición, y con tres hijos, dos de ellos con carreras universitarias, y un tercero, el menor de todos a medio camino de la primaria, me vi nuevamente sentado frente al mar, con mi vista perdida mucho más allá de la imaginaria línea del horizonte. Y era que, a mis años, volvía a soñar con buscarle pelea a Dios y plantarle cara a un mar, que, como frontera, me separaba de mi Patria Canaria.
Tiempo después, aquella otra aventura tenida por imaginaria, pasó a hacerse realidad. Una vez más cruce tan ancho y dilatado mar, pero ya no solo, sino con esposa e hijos, y no en barco como bien lo hiciera con anterioridad, sino a bordo de un DC-10 de Iberia. Curiosamente, y porque ello estaba en los planes de Dios, lo hice el 13 de noviembre del año 2.000, llevando como equipaje personal la ilusión de encontrar lo que nunca había tenido en aquella otra tierra de mis sueños: algo de paz, y un poco de descanso.
Hoy, cuando estoy cercano a ponerle punto y final a este breve relato con el que quiero dar por inaugurado un nuevo apartado de mi blog, al que desde ya bautizo con el nombre de:
“Garabateando por libre sobre el papel”, han transcurrido cerca de ocho años de aquel volver, por no llamarle jamás y nunca retornar, y hay algo que, desde hace un tiempo a esta fecha, ha empezado a hacerme cosquillas por los rincones del alma, trayéndome como consecuencia inmediata, el que, por esas cosas que bien Dios sabe, haya vuelto a sentarme, una tarde tras otra, a contemplar el mar con la misma ilusión de aquellas otras veces, dándome cuenta, sin mucho esfuerzo, que mi vista no se cansa de mirar más allá del horizonte y en una sola dirección: hacia la Venezuela tenida en mi corazón. Lástima que esta vez no podré realizar el viaje porque mis ojos de ahora, con el cansancio de la vida, han empezado a dar síntomas que querer cerrarse; y ya, a mis años, no estoy para pelear con Dios y tampoco para seguirle plantarle cara al mar, aún cuando es mi deseo el seguirle mirando de frente para soñar despierto con esa otra realidad igual de bonita, y de la que siempre he estado enamorado: La eternidad.
Manuel Gabriel Trujillo
Villa de Adeje.
Verano del 2.008
Manuel Gabriel Trujillo
Villa de Adeje.
Verano del 2.008
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